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Las
noticias que se esperaban en esa tarde, tenían los nervios de punta al grupo de
tres personas, en la sala de espera del centro hospitalario. El aire
acondicionado de las instalaciones de aquel gigante edificio en nada daba un
descanso para hacer que la temperatura no fuese tan fría. Los ascensores
repletos de gente estaban siempre subiendo y bajando, y el timbre electrónico
de cada uno de ellos anunciaba la apertura o el cierre de cada nuevo viaje. No
cesaba de salir gente de cada ascensor, y no dejaba de entrar, ya para terminar
de subir al noveno piso, o bajar desde el séptimo hasta los pisos
inmediatamente siguientes, en escalada casi siempre. Los buenos días, o las
buenas tardes, a la entrada de cada nuevo grupo de personas, se hacía sentir, y
era como la cartilla de buenos modales de cada nuevo grupo que entraba.
Igualmente, en coro, se recibía la respuesta del saludo de los que estaban, o
subiendo, o bajando, según la situación momentánea del ciclo repetitivo del servicio
del sube y baja de aquella poderosa máquina encargada de transportar gente, en
línea vertical. Era agradable dar los buenos días, y lo era, aún más el
recibirlo. La respuesta segura del saludo dado obligaba a que quien entrara, se
viera forzado a no omitir el saludo, porque la respuesta masiva, era la
recompensa al oído que se endulzaba con el coro de la respuesta, de una manera
jovial y sana. En cada nuevo grupo que subía, o bajaba, la variedad era
realmente sorprendente. Algunos eran conocidos y se saludaban por nombres, una
vez entrados en el viaje respectivo y a su destino. La elegancia parecía ser la
nota sobresaliente de todos los usuarios. Elegancia que se reflejaba en la
altivez de los rostros, y era muy poco común ver caras agobiadas, a pesar, de
que cada cual estuviese llevando su lucha interior, por las múltiples penurias
de la existencia, o por las circunstancias momentáneas del padecer la vida, en
sus diversas intensidades existenciales.
La ciudad daba su toque personal al comportamiento general,
ya de los propios capitalinos, o de los que venían a ella, por ser la capital,
a sus interminables actividades propias de las grandes urbes.
Los días estaban un poco lluviosos y fríos, al comenzar la
mañana. A media mañana el sol del verano daba un resplandor avasallador y
embriagaba de belleza de luz toda la ciudad, haciendo que el cielo se viera
como más azul de lo normal. Se sentía una claridad transparente y bonita,
difícil de describir, pero fácil de percibir por los sentidos. Tal vez en eso consistía
el contagio natural de alegría percibida por los sensores cerebrales que
transmitían optimismo al trajín de la capital. Era, tal vez, instintivo, e
igual de contagioso.
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