4
La tarde capitalina estaba sabrosamente fría. A momentos
caía una pequeña llovizna y aquella experiencia de nublado entre oscuro y claro
parecían pinceladas caprichosas de un pintor invisible para enamorarse más de
la ciudad. Y con ello acrecentar el embeleso bonito y la alegría contagiosa de
sus habitantes. Era para estar enamorado y enamorándose de manera espontánea y
como empujados sutilmente a estarlo verdaderamente. Acrecentaba esa sensación
el paso decidido de parejas tomadas de la mano en un ritmo apurado, que
mostraba lo determinados en su actuar y en su amor.
La noticia esperada y ansiosamente prolongada ya había hecho
sus efectos en los oídos y en los corazones de los tres que estaban esperando
en la instalación espaciosa de la sala de la doctora, que los ponía al tanto.
El siguiente paso de lo que se iría a realizar, en caso de haber sido positiva
la respuesta del resultado del examen, quedaba suspendida hasta que no arrojara
positivo el estudio pertinente. Para ello habría que esperar al día siguiente y
repetir el examen para comprobar si las condiciones serían favorables, en caso
de serlo. En caso negativo, había que comenzar de cero, en esa etapa del curso
del tratamiento y de la enfermedad.
La noticia a esas alturas, desubicó totalmente al grupo de Los
tres. Todo se esperaba, menos que el cuerpo de uno de ellos, que era el
paciente y el directamente involucrado, no estuviese respondiendo
adecuadamente. Los tres se miraron sorprendidos. No se les había pasado la idea
por la cabeza que eso fuese posible, como lo era, y como lo estaban
evidenciando. Sus rostros blanquearon de una blancura de estupefactos. No
esperaban lo que estaban recibiendo, a pesar que estaba en las posibilidades.
Todo era posible. Y eso era lo que era. ¿Qué hacer, entonces? Esperar y seguir
esperando al día siguiente, a pesar de que se había presentado la opción de
regresarse y dar por fracasado ese intento, de una vez por todas. Sin embargo,
se podía repotenciar con doble tratamiento de la medicina que se estaba
colocando para estimular la producción de los elementos que se necesitaban
estudiar, para garantizar el paso inmediato del tratamiento. La misma doctora
propuso, sin embargo, intentar esa segunda opción. Quedarse hasta el día
siguiente y repetir el estudio, previo reforzamiento del tratamiento, que
consistiría en colocar una inyección esa misma noche, y otra, temprano, al
levantarse al día siguiente, unas tres horas antes de la extracción de la
sangre para el estudio. No había garantía de que fuese a dar resultados
positivos, pero había que intentarlo. Los cuatro llegaron a ese acuerdo. Y
tomaron sus rumbos.
Los tres conversaron entre sí, en medio de la sorpresa de la
noticia. Se percataron que era posible, como lo era, y que nada ni nadie
aseguraba que hubiese un cien por ciento de certeza de respuesta positiva, ni
siquiera para el día siguiente. Pero había que arriesgarse. De eso se trataba.
Aprovechando los adelantos y los servicios de la tecnología,
cada uno de los tres, comenzó a comunicarse por mensajes de texto a través del
teléfono móvil a los que estaban al pendiente de los resultados. Cada uno
informó a su grupo, ya familiar, ya de amigos, de la situación. Y cada uno
recibió mensajes de respuestas, tanto de sorpresa solidaria, como de estímulo
para continuar. De entre tantos mensajes de respuestas, hubo uno que no cubría
las expectativas y fue desconcertante, sobre todo, porque se esperaba, como
mínimo, una respuesta de altura. El mensaje decía: “Que bueno. Dé gracias a Dios, que eso sucedió. Dios lo quiere así.
Ahora sí, va a actuar Dios. Póngase en manos de Dios. Ahora tenga fe. Es para
gloria de Dios”.
La persona que había recibido el mensaje había quedado
confundida, más de lo que ya lo estaba por la situación en que se hallaba. De
cualquier otra persona hubiese esperado una respuesta de ese calibre y
contenido, pero de la persona que lo recibió, no, pues era persona de un cierto
nivel cultural; por lo menos, su condición así lo hacía pensar. Ese mensaje le
había entrado hasta los mismos tuétanos de los huesos, le había herido y le
había lastimado en sus sentimientos. No esperaba un mensaje tal. Además, de
sentir que no cuadraba, ni en lo más mínimo, era colocarse en juez de una
situación tan delicada. No tuvo más que contestar, preguntando que si afirmaba, o preguntaba, o si dudaba eso
que decía en el mensaje. La respuesta fue confirmativa y reiterativa: lo afirmo y lo confirmo, volvió a
contestar la persona del mensaje. Entonces, la persona afectada, ahora un poco
más, por la contundencia de la afirmación confirmada, le contesta, igual, por
mensaje de texto de celular o móvil: “Muy
bien, fulano… Así es que es. Se me parece mucho a los tres famosos amigos de
Job. Pero, hay que colocarse en los zapatos de Job”. Convencido estaba que
le entendería la bofetada que llevaba el mensaje de respuesta, como reproche,
pues por su condición y desempeño sabía quién era Job y de qué se trataba. Por
eso le respondía de esa manera, como para que recapacitara en su postura ante
situación tan complicada, al querer y tomar partido.
Esa tarde-noche aprovecharon, los tres, para un pequeño
paseo a pie por la ciudad, sin alejarse mucho del hotel donde estaban
instalados por esos días. Aprovecharon para cenar comida china. Conversaron de
muchas cosas, de lo delicado de la situación de la enfermedad en concreto que
estaba atravesando uno de ellos, que era lo que los tenía en la capital.
Hablaron de las posibilidades del día siguiente, y de sus temores en el caso de
no obtenerse resultados positivos. De esto y de aquello otro. También hablaron del
mensaje de la persona que había comentado lo que había comentado. Los tres se
enfurecieron y se indignaron con su contenido, sobre todo, viniendo de donde
venía. Si sorpresa había sido la noticia negativa de esa tarde de los
resultados médicos, más sorpresa había sido la postura y manera de pensar de
esa persona. Era una lástima que a estas alturas de la civilización y del
progreso, una persona de ese perfil profesional, pensase como pensaba. Pero
pensaba.
La idea de que había que colocarse en los zapatos de Job, estaba machacando los pensamientos. Esa había
sido la idea principal en la conversación de esa tarde-noche. Muy fácil decir y
juzgar desde afuera de cualquier situación; otra cosa distinta, es ponerse en
los zapatos de Job. Muy fácil es colocarse a dar impresiones, otra es estar
entrampado en la situación concreta sobre la que se emite los juicios. Además,
¿era una falta de fe hasta ahora todo lo que se venía haciendo en aras de
mejoras de la salud? ¿Era, ahora, que se iba a tener fe, y se iba a abandonar
en manos de Dios, para que Dios se manifestase? ¿Era que antes se estaba en
contra de Dios, y, desde ahora, se iba a estar aliado con Dios para que se
manifestase su poder? ¿Cuál poder? ¿Ese juicio y esa afirmación no tendrían
implícitos un justificar lo injustificable, en caso de que Dios estuviese
buscando un abogado defensor? ¿Tendría necesidad Dios de que se le justificara?
Esa afirmación hería hasta en lo más profundo, viniendo de donde venía.
Llegada ya la hora de ir al descanso nocturno, por lo menos,
para estos tres, inmerso cada uno en las confusiones y de los torbellinos de
las ideas, con altos grados de temores y miedos, pero con igual porcentaje, o
tal vez, más, de esperanzas, se fue cada uno a su cama, a dormir y a esperar a
que amaneciera, porque lo bueno de todo es que hay un día después de otro; y
eso, es ya una luz y una certeza.
Al día siguiente, todo nuevo y todo viejo, al mismo tiempo.
Un nuevo día y la misma historia. Todo por empezar y todo por continuar, sin
diferencias y sin saltos. Simplemente entrelazado y continuado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario