miércoles, 23 de marzo de 2016

Los zapatos de Job: capitulo 4

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         La tarde capitalina estaba sabrosamente fría. A momentos caía una pequeña llovizna y aquella experiencia de nublado entre oscuro y claro parecían pinceladas caprichosas de un pintor invisible para enamorarse más de la ciudad. Y con ello acrecentar el embeleso bonito y la alegría contagiosa de sus habitantes. Era para estar enamorado y enamorándose de manera espontánea y como empujados sutilmente a estarlo verdaderamente. Acrecentaba esa sensación el paso decidido de parejas tomadas de la mano en un ritmo apurado, que mostraba lo determinados en su actuar y en su amor.
         La noticia esperada y ansiosamente prolongada ya había hecho sus efectos en los oídos y en los corazones de los tres que estaban esperando en la instalación espaciosa de la sala de la doctora, que los ponía al tanto. El siguiente paso de lo que se iría a realizar, en caso de haber sido positiva la respuesta del resultado del examen, quedaba suspendida hasta que no arrojara positivo el estudio pertinente. Para ello habría que esperar al día siguiente y repetir el examen para comprobar si las condiciones serían favorables, en caso de serlo. En caso negativo, había que comenzar de cero, en esa etapa del curso del tratamiento y de la enfermedad.
         La noticia a esas alturas, desubicó totalmente al grupo de Los tres. Todo se esperaba, menos que el cuerpo de uno de ellos, que era el paciente y el directamente involucrado, no estuviese respondiendo adecuadamente. Los tres se miraron sorprendidos. No se les había pasado la idea por la cabeza que eso fuese posible, como lo era, y como lo estaban evidenciando. Sus rostros blanquearon de una blancura de estupefactos. No esperaban lo que estaban recibiendo, a pesar que estaba en las posibilidades. Todo era posible. Y eso era lo que era. ¿Qué hacer, entonces? Esperar y seguir esperando al día siguiente, a pesar de que se había presentado la opción de regresarse y dar por fracasado ese intento, de una vez por todas. Sin embargo, se podía repotenciar con doble tratamiento de la medicina que se estaba colocando para estimular la producción de los elementos que se necesitaban estudiar, para garantizar el paso inmediato del tratamiento. La misma doctora propuso, sin embargo, intentar esa segunda opción. Quedarse hasta el día siguiente y repetir el estudio, previo reforzamiento del tratamiento, que consistiría en colocar una inyección esa misma noche, y otra, temprano, al levantarse al día siguiente, unas tres horas antes de la extracción de la sangre para el estudio. No había garantía de que fuese a dar resultados positivos, pero había que intentarlo. Los cuatro llegaron a ese acuerdo. Y tomaron sus rumbos.
         Los tres conversaron entre sí, en medio de la sorpresa de la noticia. Se percataron que era posible, como lo era, y que nada ni nadie aseguraba que hubiese un cien por ciento de certeza de respuesta positiva, ni siquiera para el día siguiente. Pero había que arriesgarse. De eso se trataba.
         Aprovechando los adelantos y los servicios de la tecnología, cada uno de los tres, comenzó a comunicarse por mensajes de texto a través del teléfono móvil a los que estaban al pendiente de los resultados. Cada uno informó a su grupo, ya familiar, ya de amigos, de la situación. Y cada uno recibió mensajes de respuestas, tanto de sorpresa solidaria, como de estímulo para continuar. De entre tantos mensajes de respuestas, hubo uno que no cubría las expectativas y fue desconcertante, sobre todo, porque se esperaba, como mínimo, una respuesta de altura. El mensaje decía: “Que bueno. Dé gracias a Dios, que eso sucedió. Dios lo quiere así. Ahora sí, va a actuar Dios. Póngase en manos de Dios. Ahora tenga fe. Es para gloria de Dios”.
         La persona que había recibido el mensaje había quedado confundida, más de lo que ya lo estaba por la situación en que se hallaba. De cualquier otra persona hubiese esperado una respuesta de ese calibre y contenido, pero de la persona que lo recibió, no, pues era persona de un cierto nivel cultural; por lo menos, su condición así lo hacía pensar. Ese mensaje le había entrado hasta los mismos tuétanos de los huesos, le había herido y le había lastimado en sus sentimientos. No esperaba un mensaje tal. Además, de sentir que no cuadraba, ni en lo más mínimo, era colocarse en juez de una situación tan delicada. No tuvo más que contestar, preguntando que si afirmaba, o preguntaba, o si dudaba eso que decía en el mensaje. La respuesta fue confirmativa y reiterativa: lo afirmo y lo confirmo, volvió a contestar la persona del mensaje. Entonces, la persona afectada, ahora un poco más, por la contundencia de la afirmación confirmada, le contesta, igual, por mensaje de texto de celular o móvil: “Muy bien, fulano… Así es que es. Se me parece mucho a los tres famosos amigos de Job. Pero, hay que colocarse en los zapatos de Job”. Convencido estaba que le entendería la bofetada que llevaba el mensaje de respuesta, como reproche, pues por su condición y desempeño sabía quién era Job y de qué se trataba. Por eso le respondía de esa manera, como para que recapacitara en su postura ante situación tan complicada, al querer y tomar partido.
         Esa tarde-noche aprovecharon, los tres, para un pequeño paseo a pie por la ciudad, sin alejarse mucho del hotel donde estaban instalados por esos días. Aprovecharon para cenar comida china. Conversaron de muchas cosas, de lo delicado de la situación de la enfermedad en concreto que estaba atravesando uno de ellos, que era lo que los tenía en la capital. Hablaron de las posibilidades del día siguiente, y de sus temores en el caso de no obtenerse resultados positivos. De esto y de aquello otro. También hablaron del mensaje de la persona que había comentado lo que había comentado. Los tres se enfurecieron y se indignaron con su contenido, sobre todo, viniendo de donde venía. Si sorpresa había sido la noticia negativa de esa tarde de los resultados médicos, más sorpresa había sido la postura y manera de pensar de esa persona. Era una lástima que a estas alturas de la civilización y del progreso, una persona de ese perfil profesional, pensase como pensaba. Pero pensaba.
         La idea de que había que colocarse en los zapatos de Job, estaba machacando los pensamientos. Esa había sido la idea principal en la conversación de esa tarde-noche. Muy fácil decir y juzgar desde afuera de cualquier situación; otra cosa distinta, es ponerse en los zapatos de Job. Muy fácil es colocarse a dar impresiones, otra es estar entrampado en la situación concreta sobre la que se emite los juicios. Además, ¿era una falta de fe hasta ahora todo lo que se venía haciendo en aras de mejoras de la salud? ¿Era, ahora, que se iba a tener fe, y se iba a abandonar en manos de Dios, para que Dios se manifestase? ¿Era que antes se estaba en contra de Dios, y, desde ahora, se iba a estar aliado con Dios para que se manifestase su poder? ¿Cuál poder? ¿Ese juicio y esa afirmación no tendrían implícitos un justificar lo injustificable, en caso de que Dios estuviese buscando un abogado defensor? ¿Tendría necesidad Dios de que se le justificara? Esa afirmación hería hasta en lo más profundo, viniendo de donde venía.
         Llegada ya la hora de ir al descanso nocturno, por lo menos, para estos tres, inmerso cada uno en las confusiones y de los torbellinos de las ideas, con altos grados de temores y miedos, pero con igual porcentaje, o tal vez, más, de esperanzas, se fue cada uno a su cama, a dormir y a esperar a que amaneciera, porque lo bueno de todo es que hay un día después de otro; y eso, es ya una luz y una certeza.

         Al día siguiente, todo nuevo y todo viejo, al mismo tiempo. Un nuevo día y la misma historia. Todo por empezar y todo por continuar, sin diferencias y sin saltos. Simplemente entrelazado y continuado.

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