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Por otra parte, en el mismo drama que presenta el libro de
Job, está la duda de Dios. Yahveh se había dejado influir sin motivo alguno, y
con una facilidad extraordinaria, de El Satán, y había perdido su seguridad con respecto a la
fidelidad de Job. Y se volvía a repetir la experiencia del Jardín del Edén,
cuando Yahveh llamó la atención de los primeros padres sobre el árbol de la
vida, y a la vez les prohibió comer de é1. Con ello provocó el pecado original,
en el que Adán y Eva no habían pensado. Ahora el fiel siervo Job ha de ser
sometido, sin motivo ni provecho alguno, a una prueba moral, aunque Yahveh está
convencido de su fidelidad y perseverancia. ¿Por qué, pues, hacer esta prueba,
y concertar una apuesta sin garantía, a costa de la impotente criatura? Hasta
se podría decir que Dios cayó en la tentación de El Satán, en el caso concreto
de Job.
¿Y la compasión y el cariño de los tres amigos, que habían
ido, y que, a “consolarle”? ¿Y la mujer de Job? Por lo visto, estos cuatro
estaban de parte de Dios, que en lo más mínimo mostraba compasión y
misericordia para Job; al contrario, le aumentaban las penas, para no
entorpecer la acción de El Satán.
¿Habían hecho una apuesta? Interesante es que en esa
apuesta, no se presentan los apostadores para reconocer tanto la victoria como
la derrota de la ninguna de las partes. Por ningún lado vuelve a aparecer El
Satán. ¿Perdió El Satán? ¿Había perdido y se había derrotado reconociendo la
derrota? El caso es que no vuelve a aparecer el Satán, ni para quitarle la
llaga que le había puesto a Job, ni para reponer las pérdidas de la finca de Job,
ni para cerrar la apuesta. Y Job se mantiene en su postura al no
renunciar a presentar su caso ante Dios, aun sin esperanzas de ser oído.
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