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A este
punto, es necesario extraer lo que dice el Papa Benedicto XVI, en su libro Jesús
de Nazaret[1],
al analizar la sexta petición, de las siete peticiones que contiene la
oración del Padrenuestro. Dice el Papa, que, Satanás ultraja al hombre, para
así ofender a Dios: su criatura, que El ha formado a su imagen, es una criatura
miserable. Todo lo que en ella parece bueno es más bien pura fachada; en
realidad, al hombre —a cada uno— sólo le importa su bienestar. Éste es el
diagnóstico de Satanás, al que el Apocalipsis describe como el «acusador de
nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios» (Ap 12,
10). La difamación del hombre y de la creación es, en definitiva, una
difamación de Dios, una justificación para rehusarlo.
Satanás
quiere demostrar su tesis con el justo Job: si le despoja de todo, acabará
renunciando muy pronto también a su religiosidad. Así, Dios le da a Satanás la
libertad de someterlo a la prueba, aunque dentro de límites bien definidos:
Dios deja que el hombre sea probado, pero no que caiga. Aquí aparece de forma
velada y todavía no explícita el misterio de la forma vicaria que se desarrolla
de manera grandiosa en Isaías 53: los sufrimientos de Job sirven para
justificar al hombre. A través de su fe puesta a prueba en el sufrimiento, él
restablece el honor del hombre. Así, los sufrimientos de Job anticipan los
sufrimientos en comunión con Cristo, que restablece el honor de todos nosotros
ante Dios y nos muestra el camino para no perder la fe en Dios ni siquiera en
la más profunda oscuridad.
El
Libro de Job nos puede ayudar también a distinguir entre prueba y tentación.
Para madurar, para pasar cada vez más de una religiosidad de apariencia a una
profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita la prueba. Igual que
el zumo de la uva tiene que fermentar para convertirse en vino de calidad, el
hombre necesita pasar por purificaciones, transformaciones, que son peligrosas
para él y en las que puede caer, pero que son el camino indispensable para
llegar a sí mismo y a Dios. El amor es siempre un proceso de purificación, de
renuncias, de transformaciones dolorosas en nosotros mismos y, así, un camino
hacia la madurez.
Ahora
podemos explicar de un modo más concreto la sexta petición del Padrenuestro.
Con ella decimos a Dios: «Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique.
Si dispones esas pruebas sobre mí, si —como en el caso de Job— das una cierta
libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas.
No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos,
dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora
cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí». En este sentido ha
interpretado san Cipriano la petición. Dice: cuando pedimos «no nos dejes caer
en la tentación» expresamos la convicción de que «el enemigo no puede hacer
nada contra nosotros si antes no se lo ha permitido Dios; de modo que todo
nuestro temor, devoción y culto se dirija a Dios, puesto que en nuestras
tentaciones el Maligno no puede hacer nada si antes no se le ha concedido
facultad para ello» (De dom. or., 25).
Y luego
concluye, sopesando el perfil psicológico de la tentación, que pueden existir
dos motivos por los que Dios concede al Maligno un poder limitado. Puede
suceder como penitencia para nosotros, para atenuar nuestra soberbia, con el
fin de que experimentemos de nuevo la pobreza de nuestra fe, esperanza y amor,
y no presumamos de ser grandes por nosotros mismos: pensemos en el fariseo que
le cuenta a Dios sus grandezas y no cree tener necesidad alguna de la gracia.
Lamentablemente, Cipriano no especifica después en qué consiste el otro tipo de
prueba, la tentación a la que Dios nos somete ad gloriam, para su gloria. Pero,
¿no deberíamos recordar que Dios impone una carga especialmente pesada de
tentaciones a las personas particularmente cercanas a Él, a los grandes santos,
desde Antonio en el desierto hasta Teresa de Lisieux en el piadoso mundo de su
Carmelo? Siguen, por así decirlo, las huellas de Job, son como la apología del
hombre, que es al mismo tiempo la defensa de Dios. Más aún: están de un modo
muy especial en comunión con Jesucristo, que ha sufrido hasta el fondo nuestras
tentaciones.
Están
llamados, por así decirlo, a superar en su cuerpo, en su alma, las tentaciones
de una época, a soportarlas por nosotros, almas comunes, y a ayudarnos en el
camino hacia Aquel que ha tomado sobre sí el peso de todos nosotros.
Así, en
nuestra oración de la sexta petición del Padrenuestro debe estar incluida, por
un lado, la disponibilidad para aceptar la carga de la prueba proporcionada a
nuestras fuerzas; por otro lado, se trata precisamente de la petición de que
Dios no nos imponga más de lo que podemos soportar; que no nos suelte de la
mano. Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos
ofrece en sus palabras: «Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por
encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas
suficientes para resistir a ella» (2 Co 10, 13).
[1] Cfr. Joseph Ratzinger, Benedicto
XVI, Jesús
de Nazaret, Primera edición: septiembre de 2007, Librería Editrice
Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2007.
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