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Job es, para sus
consejeros, un malvado que sufre su castigo, y lo acusan de pecados concretos.
Pero, de manera concreta ninguno de los tres amigos le acusan de algo preciso,
sino que hablan de generalidades. Se tiene presente, sin duda, la idea del
libro de Ezequiel (18), en donde “cada uno es responsable de sus propias
acciones, y es premiado según ellas”.
Job, por su
parte, reafirma su justicia estallando en un grito al Dios que no responde en
una declaración jurada de su inocencia, y en un emplazamiento solemne de Dios
para un juicio con él, en el que el tema es la justicia al prójimo.
Elihú, ataca a
Job, enojado porque Job “pretendía tener
razón frente a Dios”, y porque los tres polemistas de Job, al no tener ya
nada que replicar, “habían dejado mal a Dios”. Los que acusan a Job, están
buscando ser los abogados de Dios. Quieren y se sienten que hablan en nombre de
Dios. Job, los reta, sin embargo. Job se siente justo y reclama justicia.
Yavéh interviene
en el desenlace, después que los defensores de Dios, y los acusadores de Job,
fracasan en sus discursos. Dice el texto: “No
habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo Job” (42,7). Y, entonces,
se intercambian los roles. Ahora, Job termina siendo el intercesor de sus
acusadores, y Dios lo restaura en su condición anterior, aumentándole al doble
sus bienes y su vida (muere a los 140 años, el doble de lo que el salmo 90,10
señala como vida media del hombre). Y todo termina en un “final feliz”, como
terminan los cuentos de finales felices, como diciendo “Colorín-colorado… este cuento se ha acabado”.
El autor del Libro
de Job es un sabio que critica con gran habilidad la sabiduría académica y
filosófica, que no sabe dar razón del sufrimiento injusto del hombre. Los
sabios, los filósofos, y la misma tradición, no saben explicar el dolor y el
sufrimiento en el hombre. Quieren jugar a ser dios, sabiendo lo que no saben, y
justificar lo que no tiene justificación. Ahí está la gran crítica del libro de
Job, a sus contemporáneos de entonces, y a los que ahora, con posturas de saberlo
todo, no saben más que torpezas, a las que enmudecería el silencio respetuoso.
Es un grito, ciertamente. Y un reclamo. Y una justicia reclamada, al mismo
tiempo.
No porque en aras
de defender a Dios a ciegas, se debe condenar al hombre: porque la tesis
tradicional de la retribución establece que el sufrimiento es castigo de Dios
por el pecado. Job, a partir de su propio testimonio, no acepta dicha doctrina
clásica: él es un justo sufriente. Más bien, condena al Dios de la tradición,
ante quien no tiene salida. Pero este Job, que no tiene nada que perder, se
atreve a demandar a Dios, a pedirle razones, a discutir con él. Ciertamente, un
escándalo a todas vistas. Pero, justo ahí es donde está la enseñanza y grandeza
del libro de Job. Donde está, justamente, la teología de este gran libro. Se
trata de una doble teología. Primero, de la manera que se creía que era la
recompensa inmediata, como premio de Dios. O, su contrario, el castigo; y en
ambos casos, con la idea de la retribución. Es decir, “el que aquí la hace, aquí la paga”. O si le está yendo mal, es
porque Dios lo está castigando de manera inmediata por el mal comportamiento.
La idea del castigo de Dios. Pero, la otra teología, y es la que quiere
demostrar el libro de Job, es que las cosas no son así, porque Job se declara
inocente, y más bien, reta y demanda a Dios. Pero, al Dios o a la idea de Dios,
que se creía y de la que se hacían representantes los famosos acusadores de Job
y defensores de Dios. Y es cuando la actitud de Job es subversiva y rebelde.
Tenía que serlo, porque es lo que se desprende del contenido teológico del
libro.
Job es el teólogo
que supo descubrir, en su propio acontecimiento, el rostro salvador de
Dios; la pastoral de sus amigos lo conducía a una sumisión sin sentido. La
rebeldía teológica de Job le permitió supera las barreras de la sabiduría
clásica, cósmica, y encontrar al Dios liberador de Israel. Y así, ante la idea
de llevar a Yahvé ante un hipotético (e imposible) tribunal para que dé cuentas
de su sañuda e inmisericorde persecución ante la prueba a Job; ahora es el
héroe quien pretende someter a prueba a la divinidad. Entonces, en vez de Yahvé
responder, más bien, contiene un reto desafiante lanzado a Job. Y al final, Job
acaba reconociendo que no tiene ningún derecho a decidir el modo en que ha de
funcionar el orden cósmico. Ha descubierto que la libertad divina es ilimitada
e impenetrable para el ser humano, y que si Yahvé es libre para afligir,
también lo es para bendecir. «Y Job murió
anciano y colmado de años». Y colorín, colorado...
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