miércoles, 23 de marzo de 2016

Los zapatos de Job: capitulo 35

35  


 Continúa el Papa, en el documento ya citado, en la última petición de la oración de Padrenuestro Si en la penúltima petición predominaba el «no» (no dar al Maligno más fuerza de lo soportable), en la última petición nos presentamos al Padre con la esperanza fundamental de nuestra fe. « ¡Sálvanos, redímenos, líbranos!». Es, al fin y al cabo, la petición de la redención. ¿De qué queremos ser redimidos? En las traducciones recientes del Padrenuestro, «el mal» del que se habla puede referirse al «mal» impersonal o bien al «Maligno». En el fondo, ambos significados son inseparables. A este respecto, podemos tener presente el dragón del que habla el Apocalipsis (cf. capítulos 12 y 13). Juan caracteriza a la «bestia» que vio «salir del mar», de los oscuros abismos del mal, con los distintivos del poder político romano, dando así una forma muy concreta a la amenaza que los cristianos de aquel tiempo veían venir sobre ellos: el derecho total sobre la persona que era reivindicado mediante el culto al emperador, y que llevaba al poder político-militar-económico al sumo grado de un poder ilimitado y exclusivo, a la expresión del mal que amenaza con devorarnos. A esto se unía una disgregación del orden moral mediante una forma cínica de escepticismo y de racionalismo. Ante esta amenaza, el cristiano en tiempo de la persecución invoca al Señor, la única fuerza que puede salvarlo: redímenos, líbranos del mal.
Por otro lado, también se presenta hoy la ideología del éxito, del bienestar, que nos dice: Dios es tan sólo una ficción, sólo nos hace perder tiempo y nos quita el placer de vivir. ¡No te ocupes de Él! ¡Intenta sólo disfrutar de la vida todo lo que puedas! También estas tentaciones parecen irresistibles. El Padrenuestro en su conjunto, y esta petición en concreto, nos quieren decir: cuando hayas perdido a Dios, te habrás perdido a ti mismo; entonces serás tan sólo un producto casual de la evolución, entonces habrá triunfado realmente el «dragón». Pero mientras éste no te pueda arrancar a Dios, a pesar de todas las desventuras que te amenazan, permanecerás aún íntimamente sano. Es correcto, pues, que la traducción diga: líbranos del mal. Los males pueden ser necesarios para nuestra purificación, pero el mal destruye. Por eso pedimos desde lo más hondo que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios, que nos une a Cristo. Pedimos que, por los bienes, no perdamos el Bien mismo; y que tampoco en la pérdida de bienes se pierda para nosotros el Bien, Dios; que no nos perdamos nosotros: ¡líbranos del mal!
De nuevo Cipriano, el obispo mártir que tuvo que sufrir en su carne la situación descrita en el Apocalipsis, dice con palabras espléndidas: «Cuando decimos "líbranos del mal" no queda nada más que pudiéramos pedir. Una vez que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y protegidos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué temor puede acechar en el mundo a aquel cuyo protector en el mundo es Dios mismo?» (De dom. or., 21). Los mártires poseían esa certeza, que les sostenía, les hacía estar alegres y sentirse seguros en un mundo lleno de calamidades; los ha «librado» en lo más profundo, les ha liberado para la verdadera libertad.
Es la misma confianza que san Pablo expresó tan maravillosamente con las palabras: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?... ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Pero en todo esto venceremos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 31-39). Por tanto, con la última petición volvemos a las tres primeras: al pedir que se nos libere del poder del mal, pedimos en última instancia el Reino de Dios, identificarnos con su voluntad, la santificación de su nombre. Pero los orantes de todos los tiempos han interpretado la petición en sentido más amplio. En las tribulaciones del mundo pedían también a Dios que pusiera límites a los «males» que asolan el mundo y nuestra vida.
Esta forma tan humana de interpretar la petición se ha introducido en la liturgia: en todas las liturgias, a excepción de la bizantina, se amplía la última petición del Padrenuestro con una oración particular que en la liturgia romana antigua rezaba: «Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros. Por la intercesión. .. de todos los santos danos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación...». Se percibe el eco de las penurias de los tiempos agitados, el grito pidiendo salvación completa. Este «embolismo» con el que se refuerza en la liturgia la última petición del Padrenuestro muestra el aspecto humano de la Iglesia. Sí, podemos, debemos pedir al Señor que libere también al mundo, a nosotros mismos y a muchos hombres y pueblos que sufren, de todos los males que hacen la vida casi insoportable.
             También podemos y debemos aplicar esta ampliación de la última petición del Padrenuestro a nosotros mismos como examen de conciencia, como exhortación a colaborar para que se ponga fin a la prepotencia del «mal». Pero con ello no debemos perder de vista la auténtica jerarquía de los bienes y la relación de los males con el Mal por excelencia; nuestra petición no puede caer en la superficialidad: también en esta interpretación de la petición del Padrenuestro sigue siendo crucial «que seamos liberados de los pecados», que reconozcamos «el Mal» como la verdadera adversidad y que nunca se nos impida mirar al Dios vivo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario