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Continúa el Papa, en el documento ya
citado, en la última petición de la oración de Padrenuestro Si en la penúltima
petición predominaba el «no» (no dar al Maligno más fuerza de lo soportable),
en la última petición nos presentamos al Padre con la esperanza fundamental de
nuestra fe. « ¡Sálvanos, redímenos, líbranos!». Es, al fin y al cabo, la
petición de la redención. ¿De qué queremos ser redimidos? En las traducciones
recientes del Padrenuestro, «el mal» del que se habla puede referirse al «mal»
impersonal o bien al «Maligno». En el fondo, ambos significados son
inseparables. A este respecto, podemos tener presente el dragón del que habla
el Apocalipsis (cf. capítulos 12 y 13). Juan caracteriza a la «bestia» que vio
«salir del mar», de los oscuros abismos del mal, con los distintivos del poder
político romano, dando así una forma muy concreta a la amenaza que los
cristianos de aquel tiempo veían venir sobre ellos: el derecho total sobre la
persona que era reivindicado mediante el culto al emperador, y que llevaba al
poder político-militar-económico al sumo grado de un poder ilimitado y
exclusivo, a la expresión del mal que amenaza con devorarnos. A esto se unía
una disgregación del orden moral mediante una forma cínica de escepticismo y de
racionalismo. Ante esta amenaza, el cristiano en tiempo de la persecución
invoca al Señor, la única fuerza que puede salvarlo: redímenos, líbranos del
mal.
Por
otro lado, también se presenta hoy la ideología del éxito, del bienestar, que
nos dice: Dios es tan sólo una ficción, sólo nos hace perder tiempo y nos quita
el placer de vivir. ¡No te ocupes de Él! ¡Intenta sólo disfrutar de la vida
todo lo que puedas! También estas tentaciones parecen irresistibles. El
Padrenuestro en su conjunto, y esta petición en concreto, nos quieren decir:
cuando hayas perdido a Dios, te habrás perdido a ti mismo; entonces serás tan
sólo un producto casual de la evolución, entonces habrá triunfado realmente el
«dragón». Pero mientras éste no te pueda arrancar a Dios, a pesar de todas las
desventuras que te amenazan, permanecerás aún íntimamente sano. Es correcto,
pues, que la traducción diga: líbranos del mal. Los males pueden ser necesarios
para nuestra purificación, pero el mal destruye. Por eso pedimos desde lo más
hondo que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios, que nos une a
Cristo. Pedimos que, por los bienes, no perdamos el Bien mismo; y que tampoco
en la pérdida de bienes se pierda para nosotros el Bien, Dios; que no nos
perdamos nosotros: ¡líbranos del mal!
De
nuevo Cipriano, el obispo mártir que tuvo que sufrir en su carne la situación
descrita en el Apocalipsis, dice con palabras espléndidas: «Cuando decimos
"líbranos del mal" no queda nada más que pudiéramos pedir. Una vez
que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y protegidos
de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué temor puede acechar
en el mundo a aquel cuyo protector en el mundo es Dios mismo?» (De dom. or., 21).
Los mártires poseían esa certeza, que les sostenía, les hacía estar alegres y
sentirse seguros en un mundo lleno de calamidades; los ha «librado» en lo más
profundo, les ha liberado para la verdadera libertad.
Es la
misma confianza que san Pablo expresó tan maravillosamente con las palabras:
«Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?... ¿Quién podrá
apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción, la angustia, la persecución, el
hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Pero en todo esto venceremos
fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni
vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni
altura, ni profundidad, ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios,
manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 31-39). Por tanto, con la
última petición volvemos a las tres primeras: al pedir que se nos libere del
poder del mal, pedimos en última instancia el Reino de Dios, identificarnos con
su voluntad, la santificación de su nombre. Pero los orantes de todos los
tiempos han interpretado la petición en sentido más amplio. En las
tribulaciones del mundo pedían también a Dios que pusiera límites a los «males»
que asolan el mundo y nuestra vida.
Esta
forma tan humana de interpretar la petición se ha introducido en la liturgia:
en todas las liturgias, a excepción de la bizantina, se amplía la última
petición del Padrenuestro con una oración particular que en la liturgia romana
antigua rezaba: «Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y
futuros. Por la intercesión. .. de todos los santos danos la paz en nuestros
días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado
y protegidos de toda perturbación...». Se percibe el eco de las penurias de los
tiempos agitados, el grito pidiendo salvación completa. Este «embolismo» con el
que se refuerza en la liturgia la última petición del Padrenuestro muestra el
aspecto humano de la
Iglesia. Sí , podemos, debemos pedir al Señor que libere
también al mundo, a nosotros mismos y a muchos hombres y pueblos que sufren, de
todos los males que hacen la vida casi insoportable.
También podemos y debemos aplicar esta
ampliación de la última petición del Padrenuestro a nosotros mismos como examen
de conciencia, como exhortación a colaborar para que se ponga fin a la
prepotencia del «mal». Pero con ello no debemos perder de vista la auténtica
jerarquía de los bienes y la relación de los males con el Mal por excelencia;
nuestra petición no puede caer en la superficialidad: también en esta
interpretación de la petición del Padrenuestro sigue siendo crucial «que seamos
liberados de los pecados», que reconozcamos «el Mal» como la verdadera
adversidad y que nunca se nos impida mirar al Dios vivo.
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